Ernesto De la Cárcova
artículo de Conrado Chizzolini.
Al finalizar el curso del año 1923 la cátedra de pintura en
la Academia Nacional de Bellas Artes se hallaba aún vacante debido a las
renuncia de los sucesivos titulares, Cesáreo Bernaldo de Quirós y Fernando
Fader. En aquel entonces regía los destinos del país un sincero amigo de los
artistas y ferviente cultor del arte, el doctor Marcelo T. de Alvear, quien
tuvo la feliz idea de designar a Don Ernesto de la Cárcova para el desempeño de
la cátedra vacante. La Academia Nacional de Bellas Artes, en la que entonces
cursáramos estudios, en conocimiento de tal designación, reunió a todos los
alumnos en condiciones de recibir la enseñanza del nuevo profesor.
Tan pronto como cundió la noticia acudieron diversos
estudiantes del curso superior de dibujo, y cuando el anuncio se hizo público,
ya existían algunos inscritos, quienes conjuntamente con los elegidos
constituyeron el grupo de alumnos fundadores de la que luego fue la Escuela
Superior de Bellas Artes de la Nación.
He aquí los nombres: Agosti Antonio, Briancesco Pedro, Camps
Abel. Chizzolíni Conrado, Deferrari Adolfo, Parula Víctor, Piotti Dematteis
Pedro, Rossi Roberto, Saavedra Alberto, Sacchi Aquiles, Viberti Marcos,
Vitarella Juan.
Al hacerse cargo de sus funciones, de la Cárcova tropezó con
el inconveniente de un local inadecuado, falto de espacio y de luz al extremo
de tener que repartir a sus discípulos en tres grupos, que distribuyó así: el
primero en el reducido espacio disponible del aula de conferencias, el segundo
en un patio circunscrito por un tabique de madera y el tercero en dos
fracciones que alojó una en la Biblioteca y la otra en un corredor del fondo de
la casa.
Esta circunstancia contribuyó a que el maestro comenzara a
sentirse incómodo. Por ello solicitó un local adecuado, lo que no le fue
concedido, dado el estado precario en que se desenvolvía la Academia. Esto dio
origen a que el maestro pensara en presentar la renuncia, actitud con la que se
solidarizaron los alumnos: pero, luego, al pensar quizás en que éstos quedarían
una vez más desamparados, orientó sus pasos en otro sentido y resolvió iniciar
gestiones particulares tendientes a obtener un local con lo más indispensable.
No pretendía una cátedra más que por otra parte no necesitaba, Solamente
propendía a formar un plantel de legítimos artistas. De si le fue dado realizarlo,
la historia lo dirá algún día.
Después de diversas gestiones realizadas obtuvo, por
mediación del doctor Alvear, se le cedieran las instalaciones del antiguo
lazareto de animales perteneciente al Ministerio de agricultura, ubicado a orillas del Río de la Plata.
Tales galpones no llenaban ampliamente sus aspiraciones, pero los aceptó sin
reservas. El afán del maestro había suplido todas las deficiencias del local
concibiendo mejoras que sólo él podía entrever y le faltó tiempo para anunciar
a sus discípulos el feliz hallazgo y prepararlos para iniciar la marcha hacia
la gran empresa. Fue así que una mañana luminosa, un carromato tirado por un
caballo, se detuvo a las puertas del vetusto edificio de la calle Alsina, a
efectos de cargar los elementos con que dotaban al naciente Instituto Superior.
Los fectos que se le entregaban no eran por supuesto abundantes: consistían en
caballetes, bancos, tarimas, completando este equipo un par de trapos en desuso
que habrían de servir para fondos. Con estos contadísimos elementos y mucha sed
de ilusiones, trepamos al carro e hicimos rumbo hacia la gran aventura. Todo
era promisor, como la brillantísima luz del sol de aquella mañana.
Tras de un breve andar, llegamos. En un descampado inmenso y
entre dilatados pajonales divisamos las instalaciones que luego habrían de
constituir nuestro refugio espiritual. El ambiente se presentaba hostil: la
inmensidad del río contribuía a hacer más agreste el lugar, sus ondas lamían
mansamente los muros cercados por algo que otrora pudo haber sido un alambrado.
Por añadidura rondaba el lugar gente sospechosa. Aquello era conquistar el
desierto.
Reunidos todos y capitaneados por el maestro penetramos para
tomar posesión de las instalaciones. Adiós las ilusiones concebidas durante el
corto trayecto. El local era sombrío, mal ventilado: tratábase de un establo
que conservaba aún los tabiques divisorios para los animales enfermos, en el
cual yacían montones de excrementos que hacían irrespirable aquella atmósfera.
Ello nos detuvo con violencia.
Nuestro jefe, que era uno de aquellos espíritus que irradian
simpatía e infunden valor, nos arengó enardeciéndonos para la lucha, y poco
después sus huestes entraban en acción provistas de baldes, palas y
escobillones. Dura fue la "refriega”, ante cuyo embate cavó vencido el
enemigo. Luego de una acción enérgica y decidida quedó el local en condiciones
de ser ocupado, sino confortablemente por
lo menos en un estado de higiene que hacía posible habitarlo. El primer taller fue
instalado en el extremo del ala que daba sobre el río: el rumor de las aguas
nos tenía despiertos, pues los taludes en algunos puntos se hallaban
desmoronados y presentaban huecos tan profundos que hacían temer por la
estabilidad de la fábrica. La muy escasa luz que se recibía entraba por unas
troneras que aun hoy existen, con el agravante que las puertas eran de chapa de
hierro con un par de minúsculos vidrios en su parte superior y que por una
fisura existente entre la parte inferior de aquéllas y el umbral entraba en invierno
un frío tal que en conjunto, con el piso de cemento, daba la impresión de una
vivienda en el Polo. El calor de nuestro entusiasmo, al que sumábase nuestra
juventud, permitían hacer llevadera esa vida. Sólo se pintaba figura (cabezas)
, y en los días muy templados, uno que otro torso. Otra de las galas de aquella
residencia era un enorme foso ubicado debajo de la antena de la Radio Buenos
Aires, destinado a vaciadero de desperdicios, lo que además constituía un campo
propicio para la reproducción de un enjambre de insectos, cuya única finalidad
pareciera haber sido el no dejarnos un solo instante de sosiego.
De la Cárcova solía reunirnos periódicamente, y con breves
alocuciones expresaba cuáles eran sus planes de acción futura, entre los que
figuraba el propósito de levantar talleres individuales para que los alumnos
aventajados pudieran trabajar independientemente, y crear, dando rienda suelta
a la fantasía. Otra idea suya era que el Establecimiento habría de regirse por
un sistema análogo al de la Universidad, donde el alumnado tuviera amplia
libertad de acción: la asistencia no era obligatoria y la concurrencia al
taller fue completa.
La Academia Nacional de Bellas Artes, de la cual dependía
aún la cátedra, no entendía las cosas de ese modo, y siguiendo su tradición
disciplinaria destacó a un celador a efectos de cuidar el orden, que no tardó
en ser alterado.
Bajo tales auspicios se dio comienzo al primer día de clase.
El alumnado pretendía hacer uso un tanto amplio de las atribuciones que el maestro
les había otorgado, pero, el celador enviado no podía avenirse a la idea de que
las cosas se desenvolvieran de tal modo, haciéndosele cuesta arriba
compenetrarse de lo que las atribuciones conferidas a los estudiantes
significaban. Era, por supuesto, una conquista imponderable, la máxima a que
podría aspirar un establecimiento educacional de arte. Tan arraigada era la
costumbre de imponer una férrea disciplina a través de los largos años en el
desempeño de funciones de vigilancia que, no pudiendo el citado celador llegar
a comprenderlo, le resultó más práctico continuar con las normas habituales.
El alumnado no estaba dispuesto a hacer de ellas la más
mínima concesión, y fue así como, palabra, va, palabra viene, terminó aquello
en un campo de agramante. A una sola voz
propinaron al celador una tal paliza que lo dejaron maltrecho. Salió éste al
medio del campo dando voces de auxilio tan destempladas que unos policías que
recorrían las inmediaciones a caballo hicieron irrupción en el Establecimiento,
y solidarizándose con la actitud del celador, a quien sospecharon revestido de
gran autoridad, dado el carácter del Establecimiento, resolvieron trasladar a
los estudiantes a la Comisaría 2ª en donde se les hizo descansar de la fatiga
durante largas horas.
Grande, muy grande fue el asombro de de la Cárcova cuando al
regresar por la tarde, se enteró que el Instituto, que tan promisoriamente
había comenzado a funcionar, se había quedado, como por arte de magia, sin
alumnos. Enterado de los acontecimientos no le quedó otro recurso que concurrir
a la citada Comisaría y solicitar la libertad de aquéllos. Ante las razones invocadas
por el maestro, la excarcelación fue concedida de inmediato.
Conmovedora fue la reprimenda con que al día siguiente nos
recibiera. Le escuchábamos con respeto y hasta con veneración. Una vez que hubo
obtenido la formal promesa de que hecho de tal índole no habría de repetirse,
abrió generosamente las puertas del taller, en tanto que el celador de marras
era devuelto a la Academia. La libertad había sido conquistada y bajo tal
símbolo, se iniciaba a la vida el Instituto Superior de Bellas Artes.
Transcurrían apaciblemente los días, y mientras se trabajaba
con dedicación fervorosa, el maestro no daba tregua a las ideas que muy probablemente
pensara, ideas de artista que hubo vivido una existencia intensa, acostumbrado
a la visión de horizontes amplios y capaz de grandes realizaciones. Así surgía
la de la simbólica fuente y eran dignas de ver las citas que a diario nos
hiciera, en cuyas reuniones, con paternal afecto consultaba acerca de la
realización de sus proyectos: inquiría ideas y aceptaba con benevolencia las
críticas que se le formulaban, acerca de las cuales abundaba en explicaciones a
efectos de fundamentar sus proyectos y a la vez señalarnos errores de concepto
en que hubiésemos incurrido. El espectáculo que ofrecían estas breves reuniones
era emotivo, especialmente cuando, extrayendo de sus bolsillos un trozo de
papel y un lápiz expresaba sus ideas gráficamente, para mejor comprensión. La
construcción de la fuente era algo que le obsesionaba y en ello no se daba
descanso, volviendo una que otra vez a reunir al alumnado para someterle a su
juicio alguna modificación de la prístina idea. Los croquis se sucedían, y ya próximo a madurar el proyecto púsose en
campaña para la preparación del terreno, adquisición de los materiales
constructivos y de lo que más le preocupaba, el revestimiento.
El histórico y romántico barrio de San Telmo era pródigo en
los elementos buscados: por allí se le veía recorriendo viejas casas, guiado
por personas destacadas por el Comisario de la seccional 14ª, quien se había
tomado particular empeño. Es por demás sabido que en tal barrio, eran numerosas
las casas construidas durante la colonia, de las que en muy escaso número aun
hoy perduran, adornadas con elementos procedentes de la Madre Patria. Los
azulejos, de procedencia insospechada, eran la obsesión que le quitara el sueño
y aun el apetito. Sabemos de los generosos ofrecimientos que hiciera a cambio
de algunos muy selectos que revestían zaguanes y brocales. Sabemos también, y
menester es consignarlo en mérito de la justicia que ello importa, que por la
mediación generosa del aludido Comisario, varios propietarios, en tren de
reedificar sus fincas, hicieron donación de los tan deseados elementos. El
maestro sentíase inmensamente feliz: podría ya cumplir la parábola, vistiendo a
la desnuda fuente de sus ensueños. Así las cosas, púsose manos a la obra, en la
cual, el mayordomo Eduardo Bermúdez, camarada en las primeras horas, cooperaba
con todo el entusiasmo de que era capaz, quien, aparte de sus tareas
específicas, tomó a su cargo el despejar de malezas el terreno hasta dejarlo
completamente limpio, combatir los hormigueros y evitar que el pasto surgiera
en los intersticios del adoquinado de granito. Así iba cambiando de aspecto la
casa, entre tanto iba creciendo la obra que luego habría de ser gala de la
Escuela y en la que los estudiantes pasáramos momentos de solaz, cambiando
impresiones y confiando recíprocamente las inquietudes renovadas en esta fuente
de Juventía. El milagro se había realizado, mas la magna obra no paraba allí,
la fuente era la piedra fundamental de todo cuanto faltaba realizar aún.
Otro día vimos llegar a de la Cárcova provisto de una gran
mayólica circular réplica de una obra de Luca della Robbia, adquirida en una
venta: era otro pretexto que daba lugar a lo que más tarde habría de ser
estudio, en parte, y ampliación a su vez del taller de pintura. Cómo se realizó
este milagro es casi imposible saberlo, lo cierto es que un buen día advertimos
nuestro nuevo taller: sobria, pero suntuosamente decorado. Grandes ventanales
inundaban de luz el ambiente, y en la parte exterior exornábanlos hermosos
tiestos con flores que ponían una nota primaveral al conjunto. El Instituto
crecía. Más tarde se fueron planeando nuevos talleres, especialmente aquellos
que habrían de ser destinados a escultura. Las obras se sucedían sin
interrupción no sólo en el Establecimiento, sino que también surgían en las
inmediaciones, y así se iniciaba el relleno de los taludes que luego
constituyeron la magnífica Avenida Costanera. La creación del Instituto
Superior de Bellas Artes había llevado la civilización a aquellos parajes en
que todo era hostil pocos meses antes.
De los medios de locomoción, que podrían haberse considerado
como inexistentes, sólo aventurábase el popular tranvía de Lacroze. Circulaban un
par de coches por día (1).
La actividad crecía a diario y las obras de relleno
rivalizaban con las del Establecimiento. Surgía la magnífica avenida, se
trazaban jardines y el Instituto continuaba agrandándose con la iniciativa de
las obras de reforma de la fábrica: y proyectóse, además, la adquisición de un
microómnibus para el traslado de los estudiantes. Sólo una cosa faltaba: dotar
al Establecimiento de algún elemento adecuado para preparar el yantar
cotidiano. Esto era una necesidad imperiosa, puesto que en los alrededores no
existía comercio alguno que pudiera satisfacer tales necesidades. El alumnado
se constituyó en congreso, y luego de algunas deliberaciones resolvió construir
en uno de los locales contiguo al actual Museo de Calcos, un fogón por demás
rústico, en el que pudiera prepararse un sabroso puchero diario y se hizo el
tal fogón con ladrillos superpuestos groseramente, al que adornaba un fuerte
barrote de hierro, en forma de gancho, destinado a sostener en alto la olla. Cada
uno tuvo que proveerse de los utensilios para el rancho. El cubierto componíase
de un plato de hierro enlozado, una cuchara, un cuchillo y un tenedor,
omitiéndose el jarro, puesto que las bebidas no figuraban en el menú.
Para hacer funcionar la olla se contribuía con una
modestísima suma semanal y Bermúdez, camarada entusiasta de las primeras horas,
encargábase de adquirir las provisiones y trasladarlas hasta el lugar. La tarea
de la cocina estaba confiada un poco a cada uno. Todos constituían una fracción
de cocinero y tenían a su cargo desde el pelar papas y limpiar verduras, hasta
la vigilancia en parte de la cocción. Estos menesteres se realizaban en el
breve tiempo en que el modelo descansaba, y era tal la actividad, que la tarea
era realizada en un periquete.
Durante la sesión de modelo, el bueno de Bermúdez cuidaba la
cocina (ello le iba en la cuenta, pues si se estropeaba el cocido se veía
obligado a ayunar), alternando este trabajo con el de extirpar las malezas del
terreno, cosa esta última que constituía para de la Cárcova una obsesión. De
tal modo, mediante la decidida buena voluntad de todos iba llegando diariamente
la feliz y reconfortante hora del almuerzo.
Terminadas las tareas en el taller era de rigor limpiar el
instrumental de trabajo — así lo exigía el maestro— y acomodar en orden las
cosas. Luego recién se podía pasar al comedor. Aplicamos este calificativo
porque no sería posible denominar de otro modo a aquel sórdido pero cálido
recinto donde se aderezaban las vituallas para el cotidiano sustento.
Contrariamente a lo que suele acontecer en los comedores
estudiantiles, se entraba a él con aire grave y en perfecto silencio. Almorzar
era un rito que se cumplía con devoción y profundo respeto, quizá debido al
recuerdo de tantos artistas que pagaron su tributo a la vida por no haberles
sido posible realizarlo con la debida frecuencia.
Si el comer era allí una necesidad y un deleite, era también
una terrible lucha. A través de los veintidós años transcurridos, vemos aún a
los condiscípulos sentados donde Ies era posible, con el plato sobre las
rodillas, empuñando el cubierto con una mano y luchando con la otra a fin de
poder abrirle paso a la cuchara o al tenedor entre el espesísimo enjambre de
moscas que les rodeaba.
Mientras estos menesteres eran llevados a cabo, el maestro
con santa resignación meditaba al aire libre, entre tanto un "fiacre"
semidesvencijado al que se hallaba uncido una jaca esquelética, que completaba
el conjunto armónico del cuadro, esperaba la terminación del almuerzo para
devolver al tráfago urbano a aquellos de nosotros que de allí debíamos
continuar bregando para procurarnos los medios de subsistencia. Nos devolvía
sí. A la civilización, pero, al truncarnos el feliz ensueño, nos entregaba
también a la prosa de la vida, hasta el otro amanecer, en que regresábamos,
henchidos de lirismo y llenos de felicidad, a aquel retiro en que el corazón y
la mente eran purificados por la santidad del lugar.
Conrado Chizzolini.
(1) Eran tan deficientes los medios de transporte como lo son en la actualidad
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